Por Juan Cuevas, Secretario de Formación del PPGE
Guinea Ecuatorial se asoma a un instante decisivo. Se habla de transición, de reformas, de futuro. Pero antes de proclamar una nueva era, debemos enfrentarnos a una pregunta incómoda: ¿estamos realmente preparados para la democracia que decimos desear?
Porque la democracia no es un hashtag, ni una palabra mágica, ni una simple alternancia de nombres. Es una cultura. Una ética. Una forma de ejercer y limitar el poder. Y aquí es donde surge la duda: ¿nuestras actitudes colectivas se corresponden con los principios democráticos a los que aspiramos?
Después de décadas de autoritarismo, la dictadura ha moldeado las mentes a su manera. Creó un tejido social donde la mentira, la doblez, la sumisión y la traición funcionaban como mecanismos de supervivencia. El ejemplo de los mandatarios —corruptos, impunes, ensimismados— contaminó a buena parte de la sociedad. Cuando el Estado es una máquina de expolio, muchos terminan por interiorizar que “lo normal” es aprovecharse del cargo, engañar, manipular.
Romper esa herencia tóxica será tanto o más difícil que desmontar el aparato institucional del régimen.
Aun así, hay motivos para la esperanza. El Partido del Progreso de Guinea Ecuatorial (PPGE) lleva años defendiendo, en el exilio y sobre el terreno, una visión clara y firme de lo que debe ser la democracia en nuestro país. No es una visión improvisada: nace de principios vividos, no sólo proclamados. Su presidente, Armengol Engonga, lo ha repetido en Bruselas, Londres, Madrid y en cada foro donde se le ha escuchado: Guinea necesita un Estado moderno, una democracia real, instituciones fuertes y un liderazgo ético que anteponga el bien común a cualquier ambición personal.

Esa firmeza doctrinal contrasta con la volatilidad de otros actores políticos, incapaces de mantener una línea clara o tentados por el revanchismo. Y es necesario decirlo sin miedo: entre la oposición también abundan quienes buscan ajustar cuentas. Quienes han sufrido injusticias sienten —comprensiblemente— la tentación de responder con la misma moneda, y algunos sectores exhiben actitudes violentas, excluyentes, intransigentes. Pero querer democracia no convierte automáticamente a nadie en demócrata. Y la transición no puede sustituir un autoritarismo por otro de signo distinto.
A ello se suma un aislamiento ideológico que ha durado décadas. La dictadura alimentó estrechas relaciones con regímenes autoritarios como Rusia, Cuba, China o Turquía. Ese alineamiento prolongado ha alejado a nuestras élites de los valores esenciales de una democracia liberal: la transparencia, la separación de poderes, la rendición de cuentas, el control ciudadano y el respeto escrupuloso a los derechos fundamentales.
Por eso, cuando hablamos de democracia, debemos hacerlo con precisión: lo que Guinea necesita no es un multipartidismo superficial ni una simple rotación de cargos. Necesitamos una democracia avanzada, con instituciones sólidas y controles reales. Un sistema donde el Ejecutivo no pueda interferir en la justicia, donde el Parlamento fiscalice sin miedo y donde los ciudadanos —todos— puedan exigir responsabilidades a sus gobernantes. Una democracia en la que perder unas elecciones no sea una tragedia personal, sino parte natural del juego político.
Ese modelo debe armonizarse con la realidad multiétnica de nuestro país. Fang, Bubi, Ndowé, Annoboneses… Somos una nación diversa que ha sufrido demasiadas veces la tentación del tribalismo político. La Guinea futura debe ser una sola e indivisible, pero plenamente respetuosa con las particularidades de cada comunidad. Nadie debe sentirse extraño en su propia patria. La pluralidad es una riqueza, no un obstáculo.
Los gobernantes que lleven a cabo este proyecto deben actuar con auténtico sentido de Estado, un concepto que el PPGE insiste en recuperar. Deben priorizar el bien común, el desarrollo, la equidad territorial y la igualdad ante la ley. Y para que eso sea posible, necesitamos una justicia independiente, profesional y despolitizada. Sin jueces libres, no hay democracia. Sin transparencia, no hay progreso.
Las Fuerzas Armadas también deberán redefinir su papel. No como árbitro político ni poder en la sombra, sino como garantes del Estado de derecho. Su lealtad debe dirigirse a la Constitución, no a individuos o facciones. Sólo así dejaremos atrás la lógica de golpes, presiones y tutelas informales.
Guinea Ecuatorial tiene ante sí una oportunidad histórica. Pero el verdadero desafío no es sólo derribar las estructuras del régimen, sino superar el país mental que la dictadura dejó dentro de nosotros. La transición será un examen colectivo, y su éxito dependerá de nuestra capacidad para adoptar valores democráticos en la práctica y no sólo en el discurso.
La gran pregunta, entonces, permanece abierta:
¿estaremos a la altura de la democracia que decimos querer construir?


