Por Juan Cuevas, Secretario de Formación del PPGE
La diáspora guineana asentada en España y en otros países ha sido durante más de cinco décadas el único espacio donde la libertad política de Guinea Ecuatorial ha podido respirar sin estar sometida al control del régimen. Exiliados, opositores, diplomáticos desterrados, periodistas perseguidos, estudiantes que nunca regresaron a casa, militantes anónimos que huyeron para no convertirse en desaparecidos: todos han levantado, con un sacrificio inmenso, un refugio político que ha servido de contrapeso moral frente a la dictadura más longeva de África. Ese refugio está hoy bajo ataque. Nunca como ahora la supervivencia del exilio había estado tan amenazada.
El deterioro político y físico del régimen de Obiang es evidente, y el poder lo sabe. La caída se aproxima y, como cualquier dictadura que presiente su final, recurre a sus métodos más conocidos: infiltrar, dividir, comprar y confundir. La larga mano del PDGE hace tiempo que actúa sobre el exilio, pero ante la debilidad creciente del sistema, la ofensiva se ha intensificado de manera feroz. El régimen ha contado siempre con dinero, con redes de militantes en España, con colaboradores españoles bien remunerados y con guineanos dispuestos a recibir privilegios a cambio de servir a la maquinaria del poder. Lo que ahora se observa no es nuevo, pero sí más agresivo: desactivar al exilio, dinamitarlo desde dentro, sembrar conflictos, y sobre todo instalar la idea de que “nada útil puede salir” de quienes llevan cuatro décadas sosteniendo la alternativa democrática fuera de Malabo.
En estos últimos años el régimen ha impulsado o favorecido la aparición de movimientos políticos supuestamente internos, promovidos en muchos casos por jóvenes directamente vinculados a las élites del poder, cuando no por hijos, sobrinos o parientes de quienes han sostenido la estructura represiva y se han enriquecido con ella. Con una apariencia de renovación, se utilizan para atacar públicamente al exilio, descalificar a sus líderes, insultar su legado e intentar imponer la narrativa de que la única vía “realista” para Guinea pasa por quienes, paradójicamente, han formado parte del engranaje dictatorial. Es una estrategia tan transparente como inquietante: si realmente existieran alternativas internas genuinas, ¿por qué necesitan destruir el exilio? La respuesta es clara. No buscan un cambio político, sino evitar rendir cuentas por décadas de atropellos. No buscan abrir una transición, sino blindarse. No buscan democracia, sino continuidad e impunidad.
Este método no es nuevo. Desde los años 80 el régimen coloca peones entre los opositores, infiltra grupos, siembra sospechas y alimenta divisiones. El objetivo siempre ha sido el mismo: erosionar la credibilidad del exilio, romper su cohesión y presentarlo como un espacio caótico e ineficaz. Es una maniobra calculada para que la dictadura, cuando llegue el inevitable final, pueda argumentar ante la comunidad internacional que no existe oposición sólida ni alternativa democrática con la que dialogar. Y mientras tanto, esos peones, disfrazados de opositores renovados o de voces críticas internas, cumplen la función de paralizar alianzas, dinamitar estructuras y empujar a los verdaderos demócratas al aislamiento.
España, antigua metrópoli, se ha convertido en el principal escenario de estas batallas subterráneas. Aquí vive el grueso del exilio político guineano, aquí se han redactado manifiestos y estrategias, aquí se han denunciado torturas, desapariciones y corrupción, aquí se mantienen partidos históricos como el PPGE y un sinnúmero de activistas, y aquí se han tejido relaciones con parlamentarios europeos, organizaciones de derechos humanos y gobiernos aliados. Precisamente por eso, también aquí se concentran los ataques más virulentos. No es casual que los perfiles más hostiles hacia el exilio provengan de entornos cercanos al régimen o directamente beneficiados por él. No es casual que aquellos que han disfrutado de privilegios bajo la dictadura, dentro o fuera del país, sean quienes más interés tienen en destruir la legitimidad de la oposición exiliada, ya sea mediante burlas, insultos, intoxicaciones o campañas perfectamente coordinadas para desacreditar a quienes llevan décadas sosteniendo la lucha democrática.
La contienda entre el régimen y el exilio ha sido desde el principio profundamente desigual. Muchos opositores han vivido en la pobreza, sin ayudas, sin reconocimiento, sin respaldo institucional. Muchos fallecieron sin poder regresar jamás. Muchos murieron sin ver su país libre. Y, aun así, siguieron adelante, guiados no por ambiciones personales sino por el compromiso moral con un pueblo que no podía hablar. Esa ha sido siempre la fuerza del exilio: una resistencia silenciosa, digna y constante, que el poder no ha podido comprar ni silenciar.
El sacrificio de quienes ya no están merece una memoria permanente: Francisco Ela Abame (Congreso Nacional de los Pueblos), Antonio Nsue Osa (APGE), José Luis Jones (PPGE) Primo José Esono (PPGE) Fernando Etuba (PPGE), Miguel Eson Eman (APGE) tantos otros cuyos nombres tal vez no aparezcan en los periódicos, forman parte de la columna vertebral del exilio guineano. Murieron lejos de su tierra, pero mantuvieron encendida una luz que no pertenece a ningún partido ni a ninguna sigla, sino a la dignidad colectiva de quienes se negaron a aceptar la tiranía como destino. Esa luz es la que hoy intentan apagar mediante la confusión, la infiltración y la división. Y sin embargo, sigue ahí.
Obiang se acerca a su final, aunque el régimen pretenda aferrarse al poder mediante artificios y maniobras desesperadas. La transición será inevitable, y cuando llegue, la comunidad internacional volverá su mirada hacia quienes tengan legitimidad moral, trayectoria democrática y coherencia. Y en ese momento, por más ruido que fabriquen sus peones, será evidente quién estuvo del lado correcto de la historia. El exilio no es perfecto, ni pretende serlo, pero es lo más parecido que tiene Guinea Ecuatorial a una memoria democrática, un espacio donde la palabra “libertad” nunca fue negociable.
Por eso lo atacan. Por eso intentan destruirlo. Porque saben que, cuando la dictadura caiga, la luz que el exilio ha mantenido viva será referencia y guía para reconstruir un país roto por el miedo y la corrupción. Esa luz permanece a pesar de todo, a pesar de los intentos del régimen por apagarla, a pesar de las traiciones, a pesar de las pérdidas. Permanece porque está sostenida por una simple verdad: la dignidad de un pueblo que, incluso desde lejos, decidió no arrodillarse. Guinea Ecuatorial despertará, y cuando lo haga, la historia recordará con claridad quién luchó por ella y quién intentó silenciar esa lucha.


