Redacción El Confidencial
Sobre la transición hacia la independencia, el fracaso del modelo socialcomunista y el peligro del alineamiento con Rusia
En los años previos a la independencia, especialmente durante la etapa de autonomía bajo administración española, Guinea Ecuatorial era uno de los territorios africanos más avanzados de su entorno. Nuestra renta per cápita solo era superada por la de Sudáfrica. Contábamos con un sistema educativo funcional, acceso a becas internacionales, comercio activo con países vecinos y una clase profesional en crecimiento. Cameruneses, nigerianos, sierraleoneses y otros ciudadanos de la región venían a trabajar a lo que entonces se conocía como Guinea Española. Nuestra pequeña nación brillaba como un modelo de estabilidad y prosperidad relativa, inusual en el África colonial de la época.

Esa herencia fue destruida con la llegada de Macías Nguema al poder. En lugar de consolidar el desarrollo logrado, optó por una deriva autoritaria de corte socialcomunista, al estilo soviético. Nacionalizó empresas que funcionaban —como la Fábrica de Jabón, Ron Fernando Poo, Pepsi-Cola, Coca-Cola, Mirinda, TIM, y una red nacional de pescaderías— y expulsó a técnicos y profesionales, sembrando el terror. Pronto el país cayó en un aislamiento autárquico, sin industria, sin personal cualificado y con un régimen basado en la represión y el culto a la personalidad.

La narrativa que niega el progreso bajo la administración española o que justifica las alianzas con potencias autoritarias como Rusia, no resiste el contraste con los hechos. Al recibir la independencia de forma pacífica y negociada —sin guerra ni descolonización traumática como ocurrió en Angola, Mozambique o el Congo Belga— los guineanos tuvimos la oportunidad histórica de demostrar madurez política. Lamentablemente, esa oportunidad fue saboteada por un régimen que prefirió el populismo revolucionario al fortalecimiento institucional.

A quienes dicen que Guinea no tenía cuadros preparados, podemos recordar a médicos formados en universidades españolas como los doctores Masoko, Loery Komba, Tomás Maho, Osvaldo Ndongo, Combe (fusilado en 1974) o Manuel Nguema Evung (asesinado en Ngolo). También contábamos con ingenieros, agrónomos, académicos, maestros y oficiales formados en las academias militares de Zaragoza y Villaverde. Esta riqueza humana fue sacrificada en nombre de una ideología que solo trajo ruina y represión.

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Hoy asistimos a un nuevo peligro: la penetración rusa en África bajo discursos de “antiimperialismo” y “cooperación estratégica”. Guinea Ecuatorial no puede —ni debe— repetir el error de buscar salvadores en potencias que solo persiguen intereses geopolíticos. Burkina Faso, donde ya se reportan periodistas encarcelados y opositores desaparecidos, es un triste ejemplo de lo que ocurre cuando se sustituye un yugo por otro. La propaganda rusa seduce con rapidez, pero su modelo político es incompatible con la libertad, la alternancia y los derechos fundamentales.

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Ni Rusia ni China traen democracia ni prosperidad. Traen dependencia, censura y control. Pactar con ellos es condenar a las futuras generaciones a vivir bajo regímenes que no rinden cuentas y que reprimen toda disidencia. Lo más preocupante es que muchos de los que hoy defienden estas alianzas son antiguos alumnos de universidades soviéticas, reciclados en una nostalgia ideológica que ignora las aspiraciones reales del pueblo africano.

La pregunta es clara: ¿defendemos un futuro democrático, con alternancia, Estado de derecho y participación ciudadana, o nos resignamos a una nueva forma de servidumbre política disfrazada de liberación?
Guinea Ecuatorial merece otra oportunidad. Pero no puede venir de Moscú ni de Pekín. Solo puede nacer del reconocimiento sincero de nuestros errores, del respeto a la historia y del deseo real de construir una república moderna, libre y soberana.


