Editorial El Confidencial
La reciente imposición de un arancel adicional del 13% por parte de Estados Unidos a las importaciones procedentes de Guinea Ecuatorial ha pasado casi desapercibida en los grandes titulares internacionales, pero sus consecuencias para el pequeño país centroafricano son devastadoras. En un contexto donde la economía guineana depende casi exclusivamente del petróleo, la medida supone un golpe directo al corazón de su sistema económico.
Si bien la administración Trump ha concedido una moratoria de 90 días antes de la plena entrada en vigor del arancel, esa tregua no debe interpretarse como una señal de indulgencia ni una oportunidad garantizada de corrección. Es, a lo sumo, una última advertencia. Un reloj en cuenta regresiva. Un plazo breve e insuficiente para un régimen que, durante décadas, ha ignorado todas las señales de alarma y ha elegido el estancamiento como forma de gobierno.
Durante años, el régimen de Teodoro Obiang Nguema ha basado la sostenibilidad de su poder en una fórmula sencilla pero insostenible: extraer petróleo, exportarlo casi en su totalidad y usar las rentas generadas no para diversificar la economía ni para garantizar derechos básicos a la ciudadanía, sino para enriquecer a una élite gobernante cada vez más desconectada del país real. Las inversiones públicas en salud, educación o infraestructuras productivas han sido escasas, superficiales o puramente cosméticas.
El Partido del Progreso de Guinea Ecuatorial (PPGE) lleva décadas advirtiendo sobre los peligros del síndrome holandés, ese fenómeno económico que describe cómo la abundancia de recursos naturales puede debilitar otros sectores económicos y generar desequilibrios estructurales si no se gestionan con visión de Estado. Es exactamente lo que ha ocurrido en Guinea Ecuatorial: la riqueza del petróleo ha distorsionado la economía nacional, encareciendo costos internos, debilitando la agricultura, y haciendo que la industria nunca eche raíces. Se cambió autosuficiencia por dependencia. Y desarrollo sostenible por lujo pasajero.
A diferencia de países con estructuras económicas más diversificadas, Guinea Ecuatorial no tiene margen de maniobra. El país vive prácticamente de la exportación de crudo, y Estados Unidos ha sido históricamente uno de sus principales socios comerciales en ese ámbito. Las inversiones norteamericanas en infraestructuras petrolíferas —que durante años sostuvieron la relativa prosperidad del régimen— se convierten ahora en un arma de doble filo: hacen que el país dependa aún más de un mercado que le cierra la puerta con una subida arancelaria sin precedentes.
El impacto es doble. Primero, porque sin alternativas claras, la economía nacional no puede redirigir sus exportaciones. Segundo, porque el propio régimen dictatorial que gobierna el país carece tanto de credibilidad internacional como de capacidad técnica y diplomática para establecer nuevas alianzas. El aislamiento político, la falta de transparencia y la opacidad en la gestión de los recursos dificultan cualquier posibilidad de abrirse a otros mercados, especialmente en un entorno global cada vez más exigente en términos de gobernanza y derechos humanos.
El gobierno intenta restar importancia a la situación, mencionando que la pérdida estimada de casi 25 millones de dólares no supone un colapso económico. Pero lo que se omite —deliberadamente— es que cualquier pérdida externa en un sistema no diversificado afecta directamente la capacidad de inversión social. En un país donde los hospitales carecen de lo más básico, las escuelas se caen a pedazos, la pobreza estructural se disfraza con datos inflados y el desempleo golpea especialmente a los jóvenes, 25 millones no son una cifra menor. Es una suma que, bien invertida, podría haber supuesto un antes y un después para miles de personas.
Además, no se puede dar por sentado que Guinea Ecuatorial tiene “capacidad de absorción” como si se tratara de una economía dinámica y preparada. Esa “capacidad” sólo existe sobre el papel de los informes oficiales, no en la vida cotidiana de la ciudadanía. Porque el petróleo nunca fue una bendición para el pueblo: fue, y sigue siendo, una maldición administrada por una cúpula que se apropió del Estado como si fuera una empresa familiar.
También se intenta presentar a Guinea Ecuatorial como un actor menor injustamente penalizado por una potencia que impone su lógica. Pero lo que se esconde es que el país ha optado, de forma deliberada, por relaciones internacionales opacas, ha desoído compromisos de transparencia y ha permitido que su riqueza energética sea controlada por una élite reducida. El dinero del petróleo no se ha traducido en desarrollo humano, sino en mansiones en Europa, coches de lujo, y cuentas bancarias millonarias a nombre de unos pocos.
En ese contexto, los aranceles no son sólo una cuestión técnica. Son también una forma de sanción indirecta, una respuesta tácita a décadas de malas prácticas, de saqueo institucionalizado y de desprecio por el bienestar colectivo. No es casual que Estados Unidos, pese a su historial de complicidades, haya decidido endurecer su posición. El mensaje es claro: el tiempo del silencio cómplice se está acabando.
Guinea Ecuatorial exporta principalmente petróleo crudo (2.520 millones de dólares), gas de petróleo (2.170 millones), y en mucho menor medida alcoholes acíclicos, madera y chatarra. Importa productos básicos como carne de ave, cerveza o válvulas, pero también barcos de carga o pasajeros, sin haber desarrollado una industria naval propia ni una flota comercial nacional. Importa lo que no produce y produce solo lo que extrae del subsuelo. No hay industria, no hay agricultura estructurada, no hay innovación.
En 2023, el 48,45% del PIB de Guinea Ecuatorial dependía directamente de las exportaciones. En 2012, esa cifra era del 69,23%. Aunque ha bajado, no porque haya mayor diversificación, sino por la caída de precios internacionales y la reducción de la producción. La dependencia estructural permanece intacta. No hay diversificación, ni redistribución, ni reformas profundas. Solo un continuo saqueo institucionalizado, disfrazado de estabilidad.
Mientras tanto, la juventud guineana, con talento, con preparación y con energía, sigue atrapada entre la precariedad y la emigración. Las mujeres siguen soportando la carga del abandono institucional. Las zonas rurales sobreviven al margen de toda política pública. Y el régimen continúa vendiendo una imagen de normalidad que ya nadie, ni dentro ni fuera del país, puede sostener sin cinismo.
Este nuevo escenario ahoga las ya limitadas posibilidades de desarrollo para la población guineana, mientras el régimen ve cómo se estrecha el cerco económico y diplomático. La moratoria de 90 días no es una salida, es una cuenta atrás. Una oportunidad mínima —y probablemente desperdiciada— para rectificar un rumbo que lleva demasiado tiempo comprometido. Estados Unidos lanza así un mensaje claro: no solo se trata de una cuestión comercial, sino de una llamada de atención política. Guinea Ecuatorial, sin aliados firmes, sin transparencia, y sin un verdadero proyecto de país, se enfrenta a un futuro aún más incierto. Y esta vez, el petróleo no bastará para comprar tiempo.